Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.
Cuando los egos de los discípulos se enzarzan en peleas a causa de sus ambiciones personales, Jesús toma un niño, lo pone como modelo a imitar junto a Él en el centro del grupo, y les dice: el más pequeño de todos será el mayor (Lc 9, 48).
El niño es puesto por Jesús como referente de vida. Es bueno acostumbrarnos a mirarlos como maestros. Nadie como el niño para confiar, también de los desconocidos; nadie como el niño para dejarse querer con la mayor naturalidad; nadie como el niño para vivir el momento presente sin dejarse condicionar por pasados o futuros. El niño sabe que el ser hijo de papá y de mamá le da derecho a todo: Todo lo mío es tuyo, le decía el padre al hijo mayor en la parábola del pródigo.
Cuando aprendemos a ser como niños, saboreamos la belleza de la libertad y de la paz: Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno. ¡Mi deseo no supera al de un niño! (Salmo 131, 2).
Pero los discípulos de Jesús preferimos que el entorno de Jesús sea serio y solemne. Preferimos una Iglesia de perfectos. Y los gustos de Jesús no coinciden con los nuestros. Escribe santa Teresita: Lo que le agrada a Dios en mi pobre alma es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Para amar a Jesús, cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transformante.
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