El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos.
Es la parábola del perdón. Ninguna parábola nos presenta con tanta claridad la lógica del Evangelio, tan distinta de la del sentido común. La teoría queda meridianamente clara; otra cosa será conseguir ponerla en práctica. Como hemos escuchado en la primera lectura, también en el Antiguo Testamento se habla mucho de perdón: Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados. Es lo que el Señor nos mandó decir en el Padrenuestro: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
¿Qué sería de la convivencia familiar o social sin el perdón? ¿A dónde conducen tantas reivindicaciones de justicia y tanta insistencia en memorias históricas? Ciertamente no a la paz, ya que proceden del egoísmo personal o colectivo. Sin perdón, cualquier convivencia se convierte en un infierno. Decía Lacordaire: ¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona. Una aceptable convivencia no es tanto la que desconoce tensiones, sino la que sabe de perdones. La lección que todos debemos aprender nos la da el Crucificado desde la cruz: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
En el perdón, como en el amor, no hay lógica que valga. Va más allá de razones, sentimientos, sentidos comunes. Por eso precisamente, porque no hay lógica alguna, me es posible perdonar; como Él me perdona y porque Él me perdona. Con su corazón, no con el mío.
El perdón está en el corazón del Evangelio; por eso debe estar en el corazón de todo cristiano y de toda convivencia cristiana. Para eso es muy conveniente establecer una rutina diaria de comenzar el día poniendo ante el Señor el nombre y apellido de la persona a quien más necesito perdonar.
El Papa Francisco nos dice que no podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo… Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.
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