Cuando estaban cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
El Evangelista describe bien el drama de aquella mujer. Acaba de perder lo único que le quedaba en vida. Todos sus vecinos están conmocionados. Es una circunstancia especialmente propicia para presentar el rostro que mejor caracteriza a Jesús: el de la misericordia.
Al verla el Señor se conmovió y le dijo: No llores.
El encuentro con el cortejo fúnebre es fortuito. Esta vez nadie intercede. Jesús se mueve por iniciativa propia; le mueve la compasión. Tiene un corazón muy sensible al dolor de quienes encuentra: Se conmovió; como el padre de la parábola recibiendo al pródigo.
Tocó el féretro y los portadores se detuvieron. Le basta tocar para que quede paralizado todo proceso de muerte, sea muerte del cuerpo o del espíritu.
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Todo tan asombroso, y todo tan sencillo. Ningún elaborado ritual.
Jesús se lo entregó a su madre. Escena muy apropiada para detenernos en la contemplación de este Jesús tan humano. Con un nudo en la garganta se había acercado a la mujer y le había dicho: No llores. Ahora, con profundo gozo, le devuelve a su hijo. Luego prosigue su camino.
La misericordia es un camino que va del corazón a las manos. En el corazón, nosotros recibimos la misericordia de Jesús, que nos da el perdón de todo, porque Dios perdona todo y nos alivia, nos da la vida nueva y nos contagia su compasión. De aquel corazón perdonado y con la compasión de Jesús, empieza el camino hacia las manos, es decir, hacia las obras de misericordia (Papa Francisco).
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