Cuando os lleven a las sinagogas…, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis; el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir.
Cuando nos encontramos ante aprietos presentes o futuros; cuando comenzamos a dar vueltas en la cabeza a lo que podríamos decir o hacer; cuando nos vemos agobiados por el peso de la vida; cuando nos sentimos desalentados y hundidos por nuestras miserias; cuando parece imposible salir de una situación penosa… Son los momentos para echar mano de la fe. Lo dice Pedro en su primera carta: Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros (1 P 5, 7). Lo dice el salmista: Encomienda tu vida al Señor, confía en Él, que actuará (Salmo 37, 5). Lo dice Jesús: No andéis preocupados por vuestra vida (Mt 6, 25).
La fortaleza del creyente reside en el don del Espíritu de Jesús. Es un don para todas las horas de la vida, pero Jesús lo promete de manera especial para las horas en que se nos pide un mayor compromiso. Ponerse de parte de Dios ante los hombres de nuestro mundo requiere una libertad y una osadía que solo nos la puede dar el Espíritu: Él es nuestra lucidez. Él nos dirá en cada momento lo que tenemos que decir o hacer cuando estén en riesgo los intereses de Jesús, que son los intereses de los más humildes y excluidos (Papa Francisco).
Los creyentes ocupamos un espacio marginal en la sociedad. Así sucedió a Jesús. Lo nuestro, lo de Jesús, es rechazado o ridiculizado; normal. Pero no nos encerramos en nuestro bunker; no condenamos a nadie. Gracias al don del Espíritu vamos por la vida con humildad, osadía y libertad.
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