Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen.
Es el último y el más fuerte de todos los habéis-oído-pero-yo-os-digo que Jesús pronuncia en el sermón de la montaña. Quienes le escuchaban creían en un Dios que impone la justicia con la violencia. Así lo proclaman algunos salmos: El Dios que me concede la venganza y abate a los pueblos a mis plantas (Salmo 18, 48).
El amor a los enemigos que Jesús pide a quienes nos decimos seguidores suyos no es cosa de sentimiento, sino de voluntad. Es una decisión, es una determinada determinación, de hacer el bien a todos, incluidos aquellos que aborrecemos o nos aborrecen. El primer paso es el de rezad por los que os persiguen.
Jesús fundamenta este precepto en el Padre: Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Quizá una mejor traducción sea ésta: Sed buenos del todo como vuestro Padre del cielo es bueno. Él, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Los hijos estamos llamados a parecernos lo más posible a nuestro Padre.
Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?
Según el Maestro, la señal por la que otros conocerán que somos cristianos es el amor gratuito: amar como Él nos ha amado. No hay lugar para méritos o deméritos nuestros ante Dios, ni para méritos o deméritos de los prójimos ante nosotros; todo, absolutamente todo, absolutamente gratuito. San Agustín lo dice así: Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia.
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