¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro o Sidón se hubieran realizado los milagros que en vosotras, hace tiempo habrían hecho penitencia con sayal y ceniza.
¿Qué es lo que ponen de manifiesto estas palabras de Jesús?; ¿qué percibimos en su interior?: ¿lamento?, ¿tristeza?, ¿amargura?, ¿desengaño?... Quizá un poco de todo ello. Parece evidente que Jesús está probando el amargo sabor del fracaso al constatar el poco éxito de su misión en aquellas poblaciones en las que más se había prodigado.
En Corozaín y Betsaida vive mucha buena gente satisfecha con su vida ascética y piadosa. Han oído y visto a Jesús, y le aprecian. Pero su vida no ha cambiado; prefieren continuar con su vida tranquila y sin sobresaltos. Es por ahí por donde podemos alcanzar a entender que el severo reproche de Jesús tiene también sentido para nosotros. Al fin y al cabo, la conversión no es solamente cuestión de pasar de lo malo a lo bueno; es también cuestión de pasar de lo bueno a lo mejor. No nos podemos contentar con ser buenos. Probablemente todos continuamos excesivamente ocupados con nosotros mismos; muy santos, pero muy nosotros mismos. Quizá el espacio que reservo para aquel a quien proclamo Señor de mi vida sea mínimo. Y no está bien quitar espacio y tiempo al Señor guardándolos para mí. Él dice que para ser discípulo suyo tengo que negarme a mi mismo.
Esto, llevado a sus últimas consecuencias, significa que el tiempo que he empleado durante tantos años ocupado conmigo mismo, tengo que dedicárselo a Él. Santa Teresa de Lisieux dice: Lo único que hay que hacer es amarle sin mirarse uno a sí mismo y sin examinar demasiado los propios defectos.
No me extraña que me recrimine Jesús. ¿Señor, cuántas veces has obrado en mi vida?: Todos los días. ¿Cuántos milagros has hecho en mi vida?: Muchos, y ¿Cuántas veces yo he desconfiado y me he aferrado a las cosas de este mundo?: Muchas. Perdóname Señor y sana el Alzheimer de mi corazón.
¡Gloria a Dios!