En verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
Son varios los domingos en los que escuchamos el sermón del Pan de la Vida pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún (v. 59). No es de extrañar el que algunos judíos no lo entiendan y se pregunten: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Tampoco es de extrañar el que, concluido del discurso, muchos de sus discípulos se escandalicen y le abandonen (v. 66). Las palabras de Jesús son muy difíciles de entender para todos; también para quienes comulgamos a diario.
Quizá las entenderíamos mejor situándolas en el Cenáculo. Imaginando que Jesús las pronuncia después de la institución de la Eucaristía y del Lavatorio de los pies. Todo ello junto nos puede ayudar a penetrar un poco más profundo en el gran misterio de la Encarnación-Eucaristía. Nos puede ayudar a encarnar la Encarnación del Hijo de Dios en nuestra propia carne.
Comer y beber a Jesús significa nutrirnos de Él, la Palabra hecha carne: carne hecha Escritura, carne hecha Eucaristía, carne hecha Prójimos. Tampoco nosotros entendemos las palabras de Jesús cuando reducimos la Eucaristía a una devoción intimista y egocéntrica. Que en eso degenera la Eucaristía cuando no está bien iluminada por la Escritura y cuando no nos hace más solidarios.
Jesús insiste de nuevo en todo esto con la parábola de la vid y los sarmientos. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Producir fruto consiste en hacer su voluntad: Este es mi mandamiento. Que os améis unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Los intimismos eucarísticos son auténticos si conducen al servicio a los hermanos. Así lo dijo Jesús después del lavatorio de los pies: Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13, 15).
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