Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos notables judíos a pedirle que fuese a sanar a su criado.
Es un centurión romano, el máximo representante en Cafarnaún del abominado poder romano. Es un hombre bondadoso y sencillo, profundamente humano, respetuoso con todos. Todos le quieren y todos le respetan, incluso las autoridades judías del lugar. Haría un buen papel como patrón de gobernantes.
Jesús fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo mi techo… Pronuncia una palabra y mi criado quedará sano.
Con razón se admira Jesús de la fe de aquel soldado: ¡Una fe semejante no la he encontrado ni en Israel! A Jesús le llena de satisfacción esa fe. ¿Cómo es posible una fe tan grande en un pagano? La respuesta la tiene el Espíritu. El centurión no duda de que a Jesús le basta una palabra para satisfacer su súplica; y está seguro de que lo hará. Por eso va por la vida irradiando paz y cordialidad.
Es cierto que antes de comulgar hacemos nuestras las palabras del centurión pero, ¿de verdad nuestra fe es tan firme que su palabra nos es suficiente y no necesitamos presencias sensibles? La fe lo suple todo. Santa Teresita, relativizando todo menos la fe en el amor, dice: Sin duda es una gracia muy grande recibir los sacramentos; pero cuando Dios no lo permite, también está bien, todo es gracia.
Una mano anónima ha escrito: Solo una confianza ilimitada en Jesús, Señor de la vida, es capaz de transformar nuestra vida al Evangelio de Dios.
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