¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!
Se me ocurre que yo soy el ciego de Jericó que sabe poco, muy poco, sobre Jesús. Pero sabe lo suficiente para creer que Jesús puede devolverle la vista, y no habrá quien le haga callar hasta conseguir que Jesús oiga su lamento.
Los que iban delante le increpaban para que callara.
Se me ocurre que yo soy uno de los acompañantes de Jesús. En un primer momento, informo al ciego de que está pasando Jesús de Nazaret. Luego, ante el griterío del ciego, intento hacerle callar. Finalmente, cuando Jesús interviene, soy de los que ayudan al ciego a levantarse y acercarse a Jesús.
¿Qué quieres que te haga?
Se me ocurre que me lo dice a mí. Que me lo dice en toda circunstancia en que me siento abrumado por situaciones difíciles propias o ajenas. Se me ocurre que me está diciendo: Aquí estoy para lo que quieras. No tienes más que pedirlo. Basta que tengas fe. Me parece muy bien si tienes la mucha fe del centurión romano: Basta que lo digas de palabra (Mt 8, 8). También me parece bien si tienes la poca fe de Marta a quien tuve que reprender: ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? (Jn 11, 40).
¡Señor, que vea!
Se me ocurre que yo también necesito ver, y que esta es la oración que hago mía cada mañana. Una oración que acompaña al danos hoy nuestro pan de cada día. Una oración que me abre los ojos ante lo que enturbia el corazón y me abre los ojos para fijarme en quienes caminan conmigo o en quienes permanecen sentados al borde del camino.
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