Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
La efusión del Espíritu Santo, el Pentecostés según san Juan, tiene lugar al atardecer de aquel día, el primero de la semana. Es decir, el mismo día de la Resurrección.
Están aterrados, con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Pero de repente, Jesús resucitado aparece en medio de ellos. Él siempre en medio; Él siempre en el centro de la vida del creyente y del grupo de los creyentes. Y les/nos dice: Paz con vosotros. No echa en cara nuestras miserias; nos trae paz.
A veces, nosotros también preferimos permanecer dentro de las paredes protectoras de nuestro entorno. Pero el Señor sabe cómo llegar hasta nosotros y abrir las puertas de nuestro corazón. Él envía al Espíritu Santo sobre nosotros que nos envuelve y derrota todas nuestras vacilaciones, derriba nuestras defensas, desmantela nuestras falsas certezas. El Espíritu nos hace nuevas criaturas (Papa Francisco).
Para quedarse con lo aprendido de niños o viviendo en el pasado, no es necesario el Espíritu Santo: El que ha puesto la mano en el arado y mira atrás no es apto para el reinado de Dios (Lc 9, 62).
Sopló sobre ellos. Lo hace con suavidad, pero con todo el vigor de lo más íntimo de su ser. Como cuando Dios sopló en la figura de barro de Adán su aliento de vida (Gen 2, 7). O como cuando el profeta conjuró a los huesos secos que cubrían el valle, y penetró en ellos el aliento, revivieron y se pusieron en pie (Ez 37, 10). Sin el aliento del Espíritu, no somos sino barro, mediocridad, rutina. Pero el aliento del Espíritu nos hace capaces de emprender la misión que se nos encomienda: Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros.
Y ellos salieron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la Palabra con las señales que la acompañaban (Mc 16, 20).
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