Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre en lo escondido. Y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará.
Jesús, con su ejemplo y con sus palabras, nos dice cómo debe ser nuestra oración. Debe ser una oración humilde, sin pretensiones ante Dios, como la del publicano: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! Debe ser una oración desprovista de vanagloria ante los hombres: No seáis como los hipócritas que gustan de orar para ser vistos de los hombres. Debe ser una oración del corazón más que de la boca: No seáis palabreros como los paganos que piensan que a fuerza de palabras serán escuchados. Debe ser una oración confiada: Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre! Debe ser una oración insistente hasta la importunidad: Os aseguro que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, se levantará para que deje de molestarle y le dará cuanto necesite.
Jesús se retiraba a orar cada mañana a lugares escondidos. En estos tiempos en que todo se da a conocer a través de las redes sociales, parecería que lo escondido no existe. Jesús prefiere la senda de la privacidad, de la no exposición. Cuando san Pablo dice que nos hemos convertido en espectáculo del mundo (1 Cor 4, 9) quiere decir que estamos llamados a ser la luz del mundo para que todos glorifiquen al Padre del cielo. La relación cordial con Dios y con los prójimos no es amiga de publicidades; la relación cordial prefiere la discreción de la intimidad. La oración de Jesús y del cristiano es cosa de intimidad; por tanto, de interioridad.
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