¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla! Sí, Padre, ésa ha sido tu elección.
Sabios y entendidos son los que, apoyando su vida en riquezas de cualquier clase, prescinden de Dios. La gente sencilla son los que depositan toda su confianza en Dios, como el niño en sus padres.
El contexto de esta breve y gozosa oración de alabanza es, como vemos más claramente en Lucas 10, 21, el momento en el que los Doce regresan contentos de su misión. La gente sencilla ha acogido el mensaje del Evangelio, a pesar de la penuria de los mensajeros. La alegría de Jesús es intensa; es como una transfiguración. El mismo Espíritu que ha acompañado a los discípulos en su misión, provoca ahora en Él semejante arrebato.
¡Cuánto tenemos que pedir que el Espíritu del Señor nos libere de nuestros orgullos, autosuficiencias y vanidades! ¡Cuánto tenemos que pedir que el Espíritu del Señor nos enseñe a vivir como pequeños, en la humildad y en la sencillez, y nos empuje a vivir al lado de los pequeños! Pedir hasta llegar a gloriarnos, como Pablo, de nuestra pequeñez: Muy a gusto presumiré de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo… Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 10).
El Papa Francisco dice que para entender el amor de Dios es necesaria esta pequeñez de corazón. Jesús lo dice claramente: si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. He aquí, entonces, el camino justo: hacerse niños, hacerse pequeños, porque solamente en esa pequeñez, en ese abajarse, se puede recibir el amor de Dios.
Dios mío, nos hablas en las cosas más SENCILLAS: en una zarza ardiendo. El sabio y entendido no te ve, pero el pequeño te reconoce, te escucha y te dice: "aquí estoy" y Tú contestas: "estoy contigo". ¡Cuánto tenemos que pedir para que el mundo se descalze ante Ti!
¡Gloria a Dios!