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19/08/2020 MIércoles 20 (Mt 20, 1-16a)

El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña.

Son muchas las parábolas en las que Jesús pone en evidencia que lo propio de Dios no es el mercantilismo (te doy si me das), sino la gratuidad. La de hoy es la más explícita de todas. Está precedida por dos personajes que actúan con mentalidad de mercado. El primero es el joven rico: ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? El segundo es Pedro: Nosotros lo hemos dejado todo. ¿Qué recibiremos a cambio?

Pero Dios se mueve en la órbita de la gratuidad más absoluta: Al atardecer, el dueño de la viña dice a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros. Y todos ellos recibieron la misma cantidad: un denario. Para el dueño de la viña no cuentan las horas ni los sudores; no cuentan los méritos. Todos tienen, todos tenemos, los mismos derechos. Mejor dicho, nadie tiene ningún derecho: Para que nadie se gloríe (Ef 2, 9). Así lo dice Pablo: Todo es gracia. Lo aprendió bien San Agustín después de años de vida desordenada: Busca méritos y a ver si encuentras algo que no sea gracia.

Quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?

Es una parábola revolucionaria; subversiva incluso para los buenos, para quienes hemos trabajado desde las primeras horas. Para quienes no acabamos de asimilar que Dios no se fija en méritos, sino en necesidades. Para quienes no acabamos de asimilar la afirmación más espectacular de la revelación: que Dios es amor y que nos ama gratuita e incondicionalmente.

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