Entonces le llevaron unos niños para que pusiera las manos sobre ellos y pronunciara una oración. Los discípulos los reprendían.
¿Reprenderían a los niños o a sus mamás? Poco importa. A los discípulos no les parece bien la demasiada familiaridad con Jesús. El Señor se merece un respeto y es bueno rodearle de seriedad y protocolo.
¿No nos sucede algo parecido a los discípulos de hoy? ¿No asociamos excesivamente lo sagrado con lo pomposo y solemne? Preferimos, como Pedro, que el Señor esté sentado mientras le llenamos de atenciones, y no al revés.
Pero Jesús dijo: Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí, pues el reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
Los que son como ellos. Los que nos dejamos querer y lo disfrutamos; los que reñimos, pero no guardamos rencores; los que lloramos, pero pronto reímos; los que sonreímos a todos porque de todos nos fiamos; los que vivimos con toda naturalidad la gratuidad; los que vivimos el momento presente sin dejarnos influir por pasados o futuros. La confianza suple todas las deficiencias del niño.
Santa Teresita, unos meses antes de morir, decía: Ser niño es reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios como un niño lo espera todo de su padre. Es no preocuparse por nada. Hasta en las casas de los pobres se da al niño todo lo que necesita. Pero en cuanto se hace mayor, su padre se niega ya a alimentarlo y le dice: Ahora trabaja, ya puedes arreglártelas por tu cuenta. Precisamente por no oír eso, yo no he querido hacerme mayor, sintiéndome incapaz de ganarme la vida, la vida eterna del cielo.
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