Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no podían pagar, perdonó a los dos. ¿Quién de los dos le tendrá más afecto?... Al que se le perdona poco, poco afecto tiene.
La mujer, pecadora pública, irrumpe en casa del fariseo Simón sin llamar a la puerta. Se coloca a los pies de Jesús y hace cosas poco decorosas: Se puso a bañarle los pies con lágrimas y a secárselos con el cabello; le besaba los pies y se los ungía con el perfume.
A la mujer no le mueven el dolor y el arrepentimiento de sus pecados; le mueven el gozo y el agradecimiento. Se sabe perdonada antes de entrar en la casa. Cuando se vaya, Jesús le dirá: Tu fe te ha salvado, vete en paz. No es que la mujer se haya merecido el perdón con sus gestos, no; es que los gestos de la mujer son resultado del perdón recibido gratuitamente. Y a mayor perdón, mayor amor.
El fariseo Simón no entiende esto. Su sentimiento de autosuficiencia le impermeabiliza ante la gracia de Dios. No suele plantearse el asunto del perdón; no lo necesita. Pero si sale a colación el tema del perdón para otros exigirá requisitos muy severos.
Quien no tiene experiencia de pecado, no tiene experiencia de perdón; ni tendrá experiencia de amor. La palabra mérito no cabe en el Evangelio. No podemos merecer nada. Todo se nos da gratuitamente. Solamente desde la experiencia del amor de Dios a través del perdón podemos amar a Dios y mostrarnos compasivos y comprensivos con los prójimos.
En verdad, el Hijo del Hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido; a llamar no a los justos, sino a los pecadores.
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