Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico.
El martirologio romano celebra la memoria de san Zaqueo el día 23 de agosto. La tradición ha hecho de Él el cuarto obispo de Jerusalén. Podía haber hecho también de él el patrono de los corruptos, porque eso fue Zaqueo hasta que se encontró con Jesús.
Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura.
Lo de Zaqueo es algo más que curiosidad; quiere descubrir cuál es el secreto de ese hombre que tanto atrae a la gente. Pero no le resulta sencillo; tiene que superar obstáculos personales (baja estatura) y obstáculos sociales (prejuicios de la gente por su profesión). Zaqueo no se arredra: Se adelantó corriendo y se subió a una higuera para verlo. No le importa lo que la gente piense o diga ante una conducta tan poco digna.
Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.
Entre la gente corren murmullos de condena: Ha entrado a comer en casa de un pecador. En Jesús, como en el padre del pródigo, ninguna condena. Jesús suele sentirse más cómodo entre los pobres, pero no rechaza a nadie.
Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres…
Ya no se sentará; ya no vivirá apoltronado en su ego. El encuentro con Jesús le ha transformado. ¿Por qué Jesús buscó a Zaqueo y no a otros? ¿Por qué puso en el corazón de Zaqueo la obsesión por ver a Jesús? Como dice Pablo, es Dios quien, por su benevolencia, realiza en nosotros el querer y el obrar (Flp 2, 13). ¿Por qué yo, y no otros?
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