Entró de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada.
Este hombre de la mano paralizada simboliza la religión judía; impulsada por sus autoridades, había llegado a su máximo deterioro en el colectivo fariseo. Anteayer acusaban a Jesús por no guardar las leyes del ayuno. Ayer, por no guardar las leyes del sábado. Hoy, Jesús decide contraatacar.
Dice al hombre que tenía la mano seca: Levántate ahí en medio.
En medio. Que todos te vean. Que nadie mire a otro lado. Que nadie busque la excusa del altar, como el sacerdote o el levita de la parábola, para abandonar al que yace medio muerto a la vera del camino. Que todos entiendan que lo que hicisteis o dejasteis de hacer a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis o me lo dejasteis de hacer.
En el centro de toda verdadera religión tiene que estar la persona humana. Sentado a la mesa de la Última Cena, el testamento y mandamiento fundamental de Jesús será: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Santa Teresa, la gran maestra de oración, lo entendió bien: Obras quiere el Señor. Y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción.
Apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende la mano. Él la extendió y quedó restablecida su mano.
Apenado por la dureza de su corazón. La cirrosis del corazón puede convivir con ejercicios de piedad y vidas moralmente correctas. San Pablo hace este análisis: Su mente está obcecada en las tinieblas y están excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos (Ef 4, 17),
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