Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Contemplando al Crucificado, evocamos el pesebre de Belén. Si en el pesebre de Belén es Dios quien nace para nosotros, en la cruz somos nosotros quienes nacemos para Dios. En ambos momentos, la madre está presente. En Belén, como madre del Hijo de Dios; en el Calvario, como madre de la humanidad entera representada por Juan.
En la cruz, Jesús se preocupa por la Iglesia y por la humanidad entera, y María está llamada a compartir esa misma preocupación. Los Hechos de los Apóstoles, al describir la gran efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, nos muestran que María comenzó su misión en la primera comunidad de la Iglesia. Una tarea que no se acaba nunca (Papa Francisco).
María, la madre de Jesús y de la humanidad. María, la creyente. María, la que no entiende, pero acepta. María, la que nutre su fe manteniéndose conectada a la Palabra de Dios, porque sabe que toda la Escritura tiene como punto de referencia a su Hijo.
Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre.
Contemplando a la madre al pie de la cruz le pedimos que nos comunique lo más íntimo de su corazón. Sentiremos que nos susurra: Si quieres ser un buen hijo mío, debes conocer y querer a mi Hijo Jesús. Para eso, debes aficionarte a la Escritura, especialmente a los Evangelios. No hay mejor manera de poner a mi Hijo en el centro de tu vida; y con mi Hijo, a mí misma. Así tendrás un corazón grande y tierno, abierto a todos, como el corazón de una madre.
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