¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está atormentada por un demonio. Él no respondió una palabra.
Es una mujer pagana; igual que el centurión romano que acudió a Jesús pidiendo curase a su criado. Sorprende la fe de ambos . En verdad, el Espíritu no sabe de fronteras de ninguna clase y sopla donde quiere. Además, a esta mujer Jesús se lo pone difícil. Al principio la ignora, para luego dirigirle palabras ofensivas: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. La mujer podría haber dado la vuelta despechada e indignada. Jesús, dice san Agustín, se mostraba indiferente hacia ella no por rechazarle la misericordia, sino por inflamarle la fe.
El episodio concluye con una gozosa exclamación de Jesús ante la fe de la mujer: Mujer, qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que deseas. Lo que más desea ver Jesús en sus seguidores, en todo cristiano, es la fe. La prefiere a una vida de conducta intachable. Y entendamos que una fe grande no va necesariamente unida a una santidad resplandeciente. Lo entendemos al comprobar que hay personas canonizables en otras religiones.
A Jesús no se le ocurrió indagar en las posibles carencias morales de la mujer. ¿Quizá era madre soltera? A Jesús le maravilla la audacia de su fe: Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños.
Comenta el Papa Francisco. ¿Cuál es la fe grande? La fe grande es aquella que lleva la propia historia, marcada también por las heridas, a los pies del Señor pidiéndole que la sane y que le dé sentido. Cada uno de nosotros tiene su propia historia y no siempre es una historia limpia; muchas veces es una historia de dolores, problemas y pecados. ¿Qué hago con mi historia? ¿La escondo? No. Tenemos que llevarla delante del Señor: ¡Señor, si tú quieres, puedes sanarme!
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