¿Con quién compararé a los hombres de esta generación?... Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza, y se gritan unos a otros: Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos cantado endechas y no habéis llorado.
A Juan Bautista, que hacía sonar músicas fúnebres, le colgaron el sambenito de endemoniado. A Jesús que hace sonar músicas nupciales, le tratan de comilón y borracho. ¡Qué fácil encontrar excusas para continuar sentados, muy ocupados en no hacer nada (2 Tes 3, 11)! ¡Qué fácil ser expertos en críticas y negatividades, convencidos de que ese es el fruto especial de una inteligencia y moralidad superiores! ¡Qué fácil deslizarse hacia la autocomplacencia hasta carecer de autocrítica!
La crítica y la murmuración se dan en todo tiempo y en todo lugar; también entre los piadosos. Todos conocemos personas moralmente correctas, pero tóxicas, expertas en negatividades. Claro que todos, en mayor o menor medida, tenemos una dosis de este virus tan enemigo de la fraternidad y la convivencia. Entendamos que cuando vemos y expresamos negatividades ajenas, lo que hacemos es proyectar en los demás lo nuestro: ¿Por qué te fijas en la mota en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga del tuyo? (Mt 7, 3).
Insistamos sin descanso ante el Señor para que haga de nosotros un suave aceite que ayude a la complicada máquina de la convivencia funcionar sin chirridos. Alguien como san Pablo, que tanto sufrió por su fuerte carácter, nos exhorta así: Un siervo del Señor no ha de pelear, sino ser amable con todos (2 Tim 2, 24). Sea vuestra conversación grata, con su pizca de sal, sabiendo responder a cada uno como conviene (Col 4, 6).
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