Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino pidiendo limosna.
Cuando Jesús oyó los gritos del ciego, se detuvo. No se acercó al ciego; mandó que se lo acercaran. Nos hace ver, a quienes caminamos junto a Él, que nos quiere como colaboradores en su obra de salvación.
Jesús pregunta al ciego: ¿Qué quieres que haga por ti? Hago mÃas estas palabras de modo que inspiren mi convivencia diaria.
El ciego, que no lo es de nacimiento, responde: Señor, que recobre la vista. Hago mÃa también esta breve oración. La memorizo para repetirla con insistencia cuando me vea sumido en la oscuridad. Oscuridad que se cierne sobre mà cuando me ocupo en mis propios asuntos, materiales o espirituales. Mirarlo todo sin luz, sin los ojos de la fe, es como ir ciegos por la vida. Pero con los ojos de la fe somos capaces de ver más allá de las montañas que nos rodean, por muy elevadas que sean.
El ciego recobró la vista al instante y le seguÃa glorificando a Dios; y el pueblo, al verlo, alababa a Dios.
Volvió la luz, volvió la alegrÃa. De pasar el dÃa en solitario, sentado al borde del camino, pasa a sumarse al alegre bullicio de quienes caminan junto a Jesús. De una vida opaca y tristona, a una vida festiva y luminosa.
A Jesús, que todo lo puede, se le pide todo. No os olvidéis de esto. A Jesús, que todo lo puede, se le pide todo, con insistencia ante Él. Él está impaciente por derramar su gracia y su alegrÃa en nuestros corazones, pero lamentablemente somos nosotros los que mantenemos las distancias, quizás por timidez, flojera o incredulidad (Papa Francisco).