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20/12/2024 Viernes 3º de Adviento (Lc 1, 26-38)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 19 dic 2024
  • 2 Min. de lectura

Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

En el Evangelio de ayer escuchábamos la anunciación y concepción de Juan Bautista; en el de hoy, la anunciación y concepción de Jesús. Llaman la atención las distintas reacciones de Zacarías y de María. Mientras Zacarías duda, María da su SÍ sin pedir pruebas y sin entender gran cosa de lo que el ángel le ha dicho.

Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.

Alégrate. La alegría es compañera inseparable del Evangelio. A los pastores de Belén se les anuncia una gran alegría. El discurso de despedida de Jesús a los discípulos está marcado por la alegría: Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría (Jn 16, 22). En verdad, el eco de la alegría del saludo del ángel a María, seguirá resonando allí donde llegue la Buena Noticia.

 

Y el ángel se retiró.

Y María se queda sola. Con un cometido que supera toda capacidad humana. Ya no habrá ángeles a su alrededor. Ella emprende un camino de muchas y profundas oscuridades. Oscuridades que comienzan con el desconcierto y sufrimiento de José ante su embarazo, y que concluirán al pie de la cruz de su Hijo.

 

Nada es imposible para Dios. Así termina la respuesta del ángel a María. Cuando creemos que todo depende exclusivamente de nosotros, permanecemos prisioneros de nuestras capacidades, de nuestros horizontes miopes. Cuando, en cambio, estamos dispuestos a que nos ayuden, cuando nos abrimos a la gracia, parece que lo imposible empieza a hacerse realidad (Papa Francisco).

 

 
 
 

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