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27/11/2018 Martes 34 (Lc 21, 5-11)


A unos que ponderaban los hermosos sillares del templo y la belleza de su ornamentación les dijo: Llegará un día en que todo lo que contempláis lo derribarán sin dejar piedra sobre piedra.

Estas palabras que se referían al templo de Jerusalén las podemos referir a nuestras personas. Aunque no resulte simpático, sí es saludable pensar en el momento del encuentro definitivo con el Señor, el momento de nuestra muerte. Todos hemos de pasar por ahí. ¿Cómo nos lo imaginamos?

Debiera parecerse, por ejemplo, al encuentro del pródigo con su padre, ambos fundidos en un abrazo eterno; o al encuentro de los discípulos con el Señor en la cima del Tabor: Maestro. Bueno es estarnos aquí (Lc 9, 33).

Maestro, ¿cuándo sucederá eso y cuál es la señal de que está para suceder?

Ha habido, y siempre los habrá, agoreros anunciadores de un fin apocalíptico del mundo. Poco que ver con el verdadero anuncio de Jesús: No os dejéis engañar; no tengáis pánico. Como dice en otro lugar, volveré para llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy (Jn 14, 3). Nada de dejarnos dominar por el miedo.

Sin dejar piedra sobre piedra.

Como ya dicho, aquel magnífico templo de Jerusalén es imagen de nuestra persona. Somos una maravilla del creador; una maravilla que hemos ido prostituyendo con ídolos que deben desaparecer. No nos extrañemos de las penosas purificaciones que padecemos. El purgatorio nos es necesario a todos a lo largo de la vida. Es ahí donde experimentamos el rechinar de dientes. Es ahí donde tantas cosas se van desmoronando, a veces lentamente, a veces de forma violenta. Lo que está claro es que no llegamos a la experiencia profunda y liberadora de lo divino sin pasar por ese purgatorio.


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