En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo…
¿Qué palabras describirían mejor lo que Jesús siente en este momento? ¿Rapto? ¿Arrebato? ¿Exaltación? ¿Sobresalto? Se trata de una vivencia trinitaria inefable. La contemplación de este Jesús nos hace evocar la experiencia de Isabel al sentir cómo su niño brinca en su vientre; o la de María cuando su corazón estalla con el Magnificat.
¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla!
Son cosas muy de Dios; difícil de entender para nosotros, pobres humanos. A no ser que el Espíritu del Padre y del Hijo invada nuestro ser. Solamente los humildes, los sencillos, los pequeños, los sin-pretensiones, los pobres de corazón, están capacitados para asimilar esta sabiduría de Dios. Cuando llegamos a asimilar esta sabiduría divina, nuestra vida discurre en la alabanza y el agradecimiento. ¿Quizá nos hemos habituado en exceso a la oración de petición? Contemplando a este Jesús nos sentiremos estimulados a cultivar la oración de alabanza.
Volviéndose a sus discípulos, les dijo: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!
No lo dice a todos. Se lo dice a ellos solos. Nos lo dice a nosotros; a nosotros solos. Su salvación es para todos, pero la experiencia temprana de salvación es para unos pocos privilegiados. Así lo ve Pablo: A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera Él el primogénito de muchos hermanos. A los que había destinado los llamó, a los que llamó los hizo justos, a los que hizo justos los glorificó (Rm 8, 29-30).