Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo.
Los judíos se saludaban y se saludan deseándose la paz. Una paz que abarca tanto el bienestar corporal como el espiritual. Una paz que es serenidad y es ausencia de miedos o ansiedades.
El largo discurso de Jesús en la sobremesa de la última cena, está dominado por su preocupación por el bienestar de los suyos, no por sus debilidades y cobardías. Con su saludo, Jesús comunica su paz. Una paz firme y profunda que no depende de las circunstancias. Es mucho más que la paz de un cementerio; es la paz de la plenitud. Él es nuestra paz… Vino y anunció la paz a vosotros, los lejanos, la paz a los cercanos (Ef 2, 14-17). Así es cómo el discípulo se convierte en portador de paz, y busca el bien de todos, y perdona, y no hace concesiones a la agresividad, a la murmuración, o al pesimismo.
Llega el príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder.
Ningún poder. Y es que ahora comienza el juicio de este mundo y el príncipe de este mundo será derribado (Jn 12, 31). San Pablo pone nombres siderales al príncipe de este mundo cuando nos dice que Dios puso a Cristo por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuando tiene nombre no solo en este mundo sino también en el venidero. Todo lo sometió bajo sus pies (Ef 1, 21-22). En la plenitud de los tiempos todo es abrazado por el Amor.
Por eso que nada debe alterar la paz del discípulo y ningún miedo debe tener cabida en él: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
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