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22/12/2018 Sábado tercero de Adviento (Lc 1, 46-56)


María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.

Dejábamos ayer a las dos amigas, María e Isabel, fundidas en un abrazo. Abrumadas, sobrecogidas, inundadas por el gozo del Espíritu ante el descubrimiento de la predilección de Dios por los más pequeños y los más insignificantes, como son ellas mismas. Sienten lo que sintió Jesús cuando con el júbilo del Espíritu Santo dijo: ¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla! (Lc 10, 21).

El Magnificat es el espejo de la persona y de la vida de María. En este espejo vemos un corazón muy grande; un corazón que abarca todo el universo y toda la humanidad. El Magnificat es un canto vital; un canto a la vida y desde la Vida. María proyecta su experiencia personal a todos, convencida de que la misericordia de Dios hacia ella es para todos.

El Magnificat brota de la familiaridad de María con la Palabra de Dios. Dice el Papa Benedicto que el Magnificat, retrato del alma de María, está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura. Así se pone de manifiesto que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios. La Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios.

María tiene una visión tan sencilla como grandiosa de toda realidad, la personal y la universal. Porque sabe que todo fue creado por Él y para Él, y que todo tiene en Él su consistencia (Col 1).


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