Estando allà le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habÃan encontrado sitio en la posada.
La escena es de lo más tierna y humilde: un bebé, unos pañales, un pesebre de animales. Pero es, al mismo tiempo, una escena enmarcada en una atmósfera de lo más luminosa y espectacular: porque la gloria del Señor envuelve a los pastores, y porque una gran alegrÃa es proclamada para todo el mundo. A decir verdad, son pocos los que se enteran de lo sucedido; pocos e insignificantes. Es bueno recordar que asà fue entonces y asà sigue siendo ahora. Asà viene al mundo el Hijo de Dios nacido de una mujer. Al principio de los tiempos, Dios lo creó todo a partir de la nada; ahora, en la plenitud de los tiempos, Dios lleva a cabo su designio de salvación a partir de la mayor penuria. Si sabemos contemplar el belén, nos sentiremos invitados a buscar a Dios no en lo maravilloso, sino en lo cotidiano.
HabÃa unos pastores en la zona que velaban por turnos los rebaños a la intemperie.
Son los primeros destinatarios, por ahora los únicos, de la Buena Noticia. Comienza a ponerse de manifiesto la predilección de Dios por los más humildes. Los pastores, con alegrÃa desbordante, comunicarán a otros lo visto y oÃdo: Todos los que lo oyeron se asombraban de lo que contaban los pastores. Entre los oyentes, a juzgar por lo que vemos hoy, habrÃa quienes consideraron a los pastores unos mentecatos.
Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres que Él ama.
¡Gloria a Dios y paz a los hombres! El amor de Dios por nosotros ha llegado hasta el extremo de darnos a su Hijo, el Salvador. Y si Dios con nosotros, ¿qué podemos temer?, ¿quién contra nosotros? Nada ni nadie puede separarnos de su amor. Por eso que en todo salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó (Rm 8, 37). Por eso, ¡gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres en la tierra!