Ellos no entendieron lo que les dijo. Regresó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Celebramos la fiesta de la Sagrada Familia; aquella familia de Nazaret compuesta por José, MarÃa y Jesús. Claro que toda familia es sagrada por ser algo querido por Dios: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó (Gen 1, 27). Como dice el Papa Francisco, la imagen de Dios tiene como paralelo explicativo precisamente a la pareja hombre y mujer.
Toda familia, cristiana o no, que disfruta de una saludable convivencia, practica tres cosas. La primera, el respeto, dejando al otro ser lo que es, sin pretender que sea lo que yo pretendo. La segunda, el agradecimiento, apreciando y manifestando lo bueno del otro. La tercera, y más importante, el perdón, entendiendo que toda convivencia supone choques necesitados de perdón inmediato y gratuito. El amor convive con la imperfección y sabe guardar silencio ante los lÃmites del ser amado.
Pero la familia cristiana necesita algo más. Dice el Papa Francisco: la familia cristiana está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarÃstica para hacer crecer el amor. La Palabra de Dios fue la roca sólida sobre la cual se cimentó la vida de la Sagrada Familia. Desde esa atención a la Palabra en lo interior, brota la atención a lo que el Señor dice a través de las otras personas con quienes compartimos la vida. Y asà la convivencia es capaz de superar los momentos difÃciles que se presentan. Es una atención delicada y continua: a lo interior y a lo exterior.
Los treinta años vividos por Jesús en el seno de su familia no fueron una sala de espera antes de su misión. La vida de familia fue el tema primero de su predicación; fue una predicación sin palabras.
La fiesta de hoy nos invita a contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret. ¿Qué encontraremos en esa contemplación? Encontraremos interioridad, comprensión mutua, espÃritu de servicio.