En el principio existÃa la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
San Juan comienza su Evangelio con un prólogo que es un solemne pórtico de la gloria. También podrÃamos compararlo a una gran obertura en la que nos da un anticipo de todo el libro. Jesucristo es la Palabra de Dios. Dios pronuncia su Palabra en Jesús. Y no tiene más que decir; lo dice todo en Jesús. En Él está la plenitud de la divinidad, divinidad que, al final del Evangelio, será proclamada por el discÃpulo Tomás: Señor mÃo y Dios mÃo.
Esta Palabra, Jesús, es Luz, es Verdad, es Vida; es la salvación del mundo. Pero esta Palabra vino a los suyos y los suyos no la acogieron. Aunque hubo algunos que sà la acogieron y la seguimos acogiendo. A éstos, a los que creemos en su nombre, nos hace capaces de ser hijos de Dios.
El momento cumbre de este prólogo es: La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Jesús, el hijo de MarÃa, es Dios y es Hombre. Por eso reside en Él toda la misericordia de Dios, misericordia superior a cualquier pecado, misericordia que no acepta lÃmites.
Celebramos el último dÃa del año. Lo celebramos con el perdón y con la acción de gracias. El año ha tenido cosas buenas y cosas menos buenas. Dice el Papa Francisco: Las cosas buenas no suelen ser noticia. Pero el bien vence siempre, incluso si en algún momento puede presentarse más débil y escondido. La compañÃa de la misericordia es luz para comprender mejor lo que hemos vivido, y esperanza que nos acompaña al inicio de un nuevo año.