Le dijeron: ¿Quién eres? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron; ¿qué dices de ti?
Es la pregunta que hacen a Juan los judÃos. Cuando el Evangelista Juan habla de los judÃos, piensa, generalmente, en la autoridad religiosa judÃa, hostil a Jesús y a todo aquel que pudiese cuestionar su posición. Tienen miedo de los profetas. Piensan que Dios no puede hacer nada sin contar con ellos. Están bien instalados a la sombra del templo de Jerusalén.
Aquellos judÃos, pueden presumir con razón de muchas cosas: piedad, devociones, observancia de la ley, escrupulosidad en las cosas del culto, etc. Pero les falta humildad; son como aquel que construyó su casa sobre arena. ¡Qué fácil para los muy religiosos el enrocarnos, en nombre de Dios, en actitudes categóricas y poco abiertas!
Yo soy la voz del que grita en el desierto: Allanad los caminos del Señor.
Juan tiene claro lo poco que es él: es solamente voz. La voz, sin palabra, no tiene valor alguno. Juan es pura dependencia; depende totalmente de aquel a quien no soy digno de soltarle la correa de su sandalia. Juan, que no es adicto al templo, sabe de humildad y anda en verdad. Por eso toda la atención que dirigen a él, él la desvÃa hacia Jesús: Entre vosotros está uno que no conocéis. Nos recuerda a MarÃa en Caná: Haced lo que Él os diga.
¿Quién eres? ¿Cómo respondemos nosotros, cristianos, a esta pregunta que los demás nos hacen aunque no lleguen a formularla? ¿Podrán decir de nosotros, como decÃan de Pedro: Ciertamente, tú también eres de ellos, pues el acento te delata (Mt 26, 73)? Que asà sea.