Enseguida obligó a sus discípulos a que se embarcaran y lo precedieran a la otra orilla, a Betsaida, mientras Él despedía a la gente.
A lo largo de este relato vemos cómo el estado de ánimo de los discípulos se parece a una montaña rusa. Primero, entusiasmo; luego decepción y angustia; finalmente, asombro. Lo primero, el entusiasmo: Jesús ha saciado el hambre de miles de personas con unos pocos panes y peces y la gente, como dice el Evangelista Juan, se dispone a proclamarlo rey (Jn 6, 15). Los discípulos, naturalmente, alientan este movimiento popular. Por eso Jesús les obliga a marcharse. Así llega la decepción que les proporciona Jesús. A esto se suma la angustia de tener que luchar por mantener a flote la barca en aquel mar encrespado. Finalmente, cuando Jesús les devuelve la tranquilidad, quedan completamente asombrados. No estaban maduros en la fe; vivían excesivamente condicionados por circunstancias externas.
Jesús subió al monte a orar.
Jesús no sabe de montañas rusas en su estado de ánimo. Su equilibrio emocional depende de su vida interior, de su oración, de su permanente conexión con Abbá. Sí que sabe de momentos de intenso gozo interior y de momentos de profunda tristeza. Pero siempre dentro del control de su interioridad.
Viéndolos fatigados de remar, porque tenían viento contrario, hacia la madrugada se acercó a ellos caminando sobre el agua.
La barca, con sus dificultades en la travesía del lago, es una buena imagen de nuestra vida. La garantía contra el naufragio es la fe en Cristo y en su palabra (Papa Francisco). Él no nos libra de las tormentas, pero nos infunde ánimos para superarlas: ¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.