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27/01/2019 Domingo tercero (Lc 1, 1-4; 4, 14-21)


Fue a Nazaret, sonde se había criado, y según su costumbre entró un sábado en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura.

El Evangelio de Lucas comienza la vida pública de Jesús con este episodio en Nazaret. Es un momento histórico; es el pregón, la síntesis, de los tres años de vida pública. Por eso el Evangelista no duda en recrearse con tantos detalles de la escena: Jesús se pone en pie, le entregan el rollo de Isaías, lo abre, selecciona el texto, lo lee, cierra el rollo, lo entrega al encargado, se sienta… Y toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él.

Contemplando a Jesús en la sinagoga de Nazaret, vemos cómo se identifica con la Palabra de Dios en Isaías. Una vez sentado, dice: Hoy se cumple esta palabra que habéis escuchado. Desde ahora, Jesús se convierte en la clave para entenderlo todo: el pasado, el presente y el futuro. Dios lo dice todo en Jesús y no puede decirnos más. Por eso, como escribe san Juan de la Cruz, tenemos que poner los ojos solamente en Él; porque Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar.

El Papa Francisco insiste mucho en que llevemos siempre con nosotros, en el bolsillo y en el corazón, el libro de los Evangelios. Y que cuando abramos los Evangelios, lo hagamos plenamente conscientes de que ésa es la mejor manera de orar y de estar en sintonía con Él. Deberíamos convencernos incluso de que comemos la carne y bebemos la sangre de Cristo en la Eucaristía, y también en la lectura de las Escrituras. Son palabras de san Jerónimo. San Ambrosio dice algo parecido: Se bebe la sangre de Cristo, que nos ha redimido, como se beben las palabras de la Escritura, las cuales pasan a nuestras venas y, asimiladas, entran en nuestra vida.

Solamente así los creyentes seremos espejos de la Buena Noticia ante los no creyentes y ante los que sufren. Solamente así los creyentes sabremos repudiar la mística de los ojos cerrados para abrazar la mística de los ojos abiertos.


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