¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.
Sucede después de la multiplicación de los panes. Están solos. Jesús ha obligado a sus discípulos a subir a la barca de inmediato mientras Él despide a la gente. Teme un ataque colectivo de fervor y de mesianismo político liderado por los discípulos. Ahora se encuentran solos, decepcionados, en la oscuridad, en una barquichuela zarandeada por las olas. El pánico se apodera de ellos. Tanto que cuando le ven caminar sobre las olas creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar.
¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.
Necesitan escuchar estas palabras. Lo necesitamos todos. Jesús quiere transmitir confianza y tranquilidad. Pero no es tan sencillo. Hay ocasiones en que todo parece confabularse para que las tinieblas se adueñen de nuestro interior. También Jesús lo probó en Getsemaní. Lo probamos todos. Santa Teresa de Lisieux, cuando sus hermanas de comunidad pensaban que vivía inmersa en la luz porque cantaba mucho, escribe: Cuando canto no experimento la menor alegría, pues canto simplemente lo que quiero creer.
¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.
Debemos procurar que estas palabras resuenen siempre en nosotros. Especialmente en momentos de oscuridad. Esos momentos en que la vocación se oscurece, y las motivaciones se esfuman, y no entendemos nada. Un salmo lo expresa así: Me encuentro completamente abatido. Señor, ¿hasta cuándo? (Samo 6, 4). En el camino de la búsqueda de Dios siempre habrá oscuridades e inseguridades.
¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.
Es bueno entender que sin probar oscuridades e inseguridades, el conocimiento de Dios será superficial. San Pablo supo mucho de pruebas. Pero asimiló bien las palabras de ánimo de Jesús: Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas (Flp 4, 13).