Vino a Nazaret, donde se habÃa criado, entró, según su costumbre en la sinagoga el dÃa de sábado, y se levantó para hacer la lectura.
Hizo la lectura y después la comentó. Lo hizo con palabras que calaron hondo: todos se admiraban de las palabras de gracia que salÃan de su boca. Pero después de la admiración vino la extrañeza: ¿De dónde le viene a éste esa sabidurÃa y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? (Mt 13, 54). De la admiración pasaron al escándalo.
Lo que Jesús dijo e hizo a lo largo de su vida pública no fue improvisado; lo aprendió durante muchos años en la mejor de las escuelas: su familia. La madre, MarÃa, según vemos en su Magnificat, conocÃa bien las Escrituras. También su padre, José, según lo dejan entrever sus sueños. Jesús citará de memoria muchos pasajes de las Escrituras. Lo aprendió en su casa. Imaginamos a los tres dedicando unos ratos de la vida diaria a la lectura orante y compartida de la Palabra de Dios.
Enrolló el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él.
El Papa Francisco comenta: Al igual que sus contemporáneos, aquella mañana en la sinagoga de Nazaret, necesitamos fijar los ojos en Jesús y dejarnos sorprender por su misericordia entrañable y liberadora para ponernos con Él, con la fuerza del EspÃritu, en la tarea de humanizar la vida y ser cauce de la solidaridad amorosa de Dios en nuestros contextos.
San Juan de la Cruz dice: Pon los ojos solo en Él. Cuando más ponga los ojos solamente en Él olvidando lo mÃo, bueno o malo, mejor me irá. Y viviré más pendiente de los prójimos.