Él extendió la mano, le tocó y dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante le desapareció la lepra.
El libro del Levítico dice: El que ha sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección seguirá impuro. Vivirá apartado y tendrá su morada fuera del campamento (Lev 13, 45-46). Jesús hace desaparecer las barreras entre lo puro y lo impuro. Toca a un intocable. Y lo hace con la mayor naturalidad y sencillez.
El miércoles pasado leíamos cómo Jesús vio una multitud y se compadeció de ella. Hoy le invade el mismo sentimiento ante un leproso. Es un sentimiento que le puede, que no atiende a razones…; como el de una madre. No se le ocurre juzgar; ni sopesar posibles razones en pro o en contra de lo que hace. Es pura gratuidad. Contemplando a este Jesús, compasivo por necesidad tanto con la multitud como con el leproso, aprendemos cómo es Dios. Jesús, con su palabra, con sus gestos, con toda su persona, nos revela la compasión y la ternura de Dios.
El Papa Francisco comenta: Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto. Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros recibimos de Él su humanidad sana y capaz de sanar. Ocurra lo que ocurra, hagamos lo que hagamos, tenemos la certeza de que Dios es cercano, comprensible, dispuesto a conmoverse por nosotros”.
Contemplando a Jesús con su mano sobre la cabeza del leproso, me pregunto por mis sentimientos y comportamientos ante inmigrantes, homosexuales, enfermos, mendigos…