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19/01/2020 Domingo 2 (Jn 1, 29-34)


Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

El Cordero de Dios. Estamos familiarizados con esta expresión; la repetimos varias veces en la misa. Pero la verdad es que nos dice bastante poco. Sí que decía mucho a quienes oyeron hablar así al Bautista. La imagen del cordero encerraba para ellos un significado enorme. Por una parte, el cordero simbolizaba al Siervo de Dios que fue oprimido y Él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado (Is 53, 7). Por otra parte, hacía pensar en el cordero pascual que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto (Ex 12).

Que quita el pecado del mundo. Esto sí que debe decirnos mucho y debe producir en nosotros un espléndido impacto. Para ello será oportuno añadir algunos sinónimos al verbo quitar. Si cuando decimos quitar, pensamos en eliminar o aniquilar, entonces el impacto es más fuerte. Diremos, pues, interiormente: Cordero de Dios que quitas y eliminas y aniquilas el pecado del mundo y todos mis pecados, ten piedad de nosotros y así danos tu paz; la paz que nos llega desde la seguridad de tu misericordia y de tu perdón.

El pecado del mundo. Lo dice en singular. Abarca todo pecado: el original, el social, el personal. Quita y elimina y aniquila todo aquello que nos hace daño; todo aquello con que nos lastimamos a nosotros mismos; todo aquello que nos hace opacos a la luz; todo aquello que nos priva de saborear la vida, la paz, la libertad.

Todos somos pecadores. Soy pecador. Debo reconocerlo con la mayor naturalidad. Entendiendo que si me reconozco pecador, aunque no me vea capaz de superar el pecado, estoy en el buen camino, porque el pecado no se ha apoderado de mí. Entendiendo también que el verdadero causante de la cruz de Jesús no es mi pecado, sino el amor de Dios, llevado hasta el extremo precisamente en la cruz.


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