Aquel día, al atardecer, les dijo: Pasemos a la otra orilla.
Ahí estamos todos, pasando a la otra orilla. Algunos de nosotros en el atardecer de la vida. Él, con nosotros, en la misma barca.
En esto, se levantó una fuerte borrasca.
A lo largo de la travesía encontramos borrascas. Algunas muy fuertes. Y lo pasamos fatal. Parecería que no le afectan a Él; que no le importa demasiado nuestra dramática situación.
¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?
Eso quisiéramos saber nosotros, Señor. ¿Por qué tanto miedo a pesar de nuestra fe? ¡Qué más quisiéramos, Señor, que hacer la travesía de la vida en la plena seguridad de tu cercanía, aunque te hagas el dormido! ¡Qué más quisiéramos que vernos libres de todo temor! ¡Qué más quisiéramos que ir por la vida con la frente alta irradiando a derecha e izquierda la gloriosa libertad de los hijos de Dios!
Nos dice el Papa Francisco: Lo contrario al miedo no es la valentía, sino la fe, aventurando la vida en la osadía de creer. Pero creer en Dios no es una fórmula mágica. No nos ahorra nada ni soluciona nada, aunque nos sostiene en todo, nos da fundamento y suelo, cuando sentimos que perdemos pie ante la densidad de los acontecimientos.
Llegada la tormenta, el ideal de superarla con elegancia gracias a la fe, puede quedarse en eso, en un idealizado ideal. Entonces nos queda el consuelo de contemplar al Jesús angustiado en su tormenta de Getsemaní. La suya fue una vida siempre amenazada, sin seguridad. Así también la de quienes estamos con Él en la misma barca. Que siempre resuenen en nuestros oídos sus palabras: ¡Ánimo!, soy yo; no temáis (Mt 14, 27).