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02/02/2020 Presentación del Señor (Lc 2, 22-40)


Cuarenta días después de la Navidad, el 2 de febrero, celebramos la Presentación del niño y la Purificación de la madre. Son ritos bien detallados en la ley de Moisés (Lev 12). Celebramos una fiesta de sabor navideño: fiesta del niño y fiesta de la madre. Pero es también la fiesta del anciano… Y de la luz.

Es la fiesta del anciano porque el anciano Simeón tomó en brazos al niño y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz.

Simeón tiene claro que su vida se acaba. Ya ha aprendido a mirar la muerte cara a cara, con perfecta serenidad. Es un hombre dominado por el Espíritu. Se sabe guiado por el Espíritu y se deja guiar por el Espíritu. Ahora el Espíritu le ha empujado a acercarse al templo. Y resulta que allí donde todos ven a un niño normal y corriente, él ve mucho más: Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón, a pesar de su edad, rebosa vitalidad. Tanta gente que veía y escuchaba aquello, pensaría que Simeón chocheaba. Es algo perfectamente normal en quienes sufren de miopía espiritual. Así sucede también hoy. Lo nuestro, lo de los hombres y mujeres de fe, resulta incomprensible para los que no creen.

Hoy es la fiesta del anciano y es también la fiesta de la luz, de las candelas. ¿Por qué? Por las palabras que Simeón pronuncia con el niño en brazos: Luz para alumbrar a las naciones.

La luminosidad que irradia un verdadero creyente es algo sorprendente. Quien está cerca lo percibe. Los menos inteligentes lo ven como un desvarío y puede que nos miren con indiferencia. Los más inteligentes lo ven como algo grande y puede que nos miren con sana envidia.

En este día damos gracias a Dios por el regalo de la luz, de la fe. ¡Dios ha creado tanta belleza, tanta luz! Pero ha querido que casi siempre permanezcan escondidas. Pues toda la belleza y toda la luz están concentradas y encarnadas en el niño de María. Así lo ve y lo disfruta Simeón. Así lo vemos y lo disfrutamos nosotros.


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