Cuarenta dÃas después de la Navidad, el 2 de febrero, celebramos la Presentación del niño y la Purificación de la madre. Son ritos bien detallados en la ley de Moisés (Lev 12). Celebramos una fiesta de sabor navideño: fiesta del niño y fiesta de la madre. Pero es también la fiesta del anciano… Y de la luz.
Es la fiesta del anciano porque el anciano Simeón tomó en brazos al niño y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Simeón tiene claro que su vida se acaba. Ya ha aprendido a mirar la muerte cara a cara, con perfecta serenidad. Es un hombre dominado por el EspÃritu. Se sabe guiado por el EspÃritu y se deja guiar por el EspÃritu. Ahora el EspÃritu le ha empujado a acercarse al templo. Y resulta que allà donde todos ven a un niño normal y corriente, él ve mucho más: Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón, a pesar de su edad, rebosa vitalidad. Tanta gente que veÃa y escuchaba aquello, pensarÃa que Simeón chocheaba. Es algo perfectamente normal en quienes sufren de miopÃa espiritual. Asà sucede también hoy. Lo nuestro, lo de los hombres y mujeres de fe, resulta incomprensible para los que no creen.
Hoy es la fiesta del anciano y es también la fiesta de la luz, de las candelas. ¿Por qué? Por las palabras que Simeón pronuncia con el niño en brazos: Luz para alumbrar a las naciones.
La luminosidad que irradia un verdadero creyente es algo sorprendente. Quien está cerca lo percibe. Los menos inteligentes lo ven como un desvarÃo y puede que nos miren con indiferencia. Los más inteligentes lo ven como algo grande y puede que nos miren con sana envidia.
En este dÃa damos gracias a Dios por el regalo de la luz, de la fe. ¡Dios ha creado tanta belleza, tanta luz! Pero ha querido que casi siempre permanezcan escondidas. Pues toda la belleza y toda la luz están concentradas y encarnadas en el niño de MarÃa. Asà lo ve y lo disfruta Simeón. Asà lo vemos y lo disfrutamos nosotros.