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04/02/2020 Martes 4 (Mc 5, 21-43)


Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva.

Ha llegado de la otra orilla del lago. Ha sanado a un endemoniado. Pero los gerasenos le han expulsado de su territorio. Jesús sobra donde mandan los cerdos. Ahora, en esta orilla en que los cerdos están proscritos, Jairo suplica a Jesús que acuda a su casa. Sin más, Jesús se pone en camino. Durante el trayecto, una mujer que sufre de hemorragias se acerca, le toca el manto y sana de su enfermedad.

Son varias las coincidencias que establecen un vínculo entre Jairo y la hemorroísa. Uno, especialmente significativo, es el número doce. La niña de Jairo tiene doce años, y la hemorroísa lleva doce años enferma. ¡Doce! Es el número que define al pueblo de la Antigua Alianza; Alianza impotente ante la enfermedad y la muerte. Pero la coincidencia principal en ambos protagonistas es su fe. La mujer se decía: Si logro tocar aunque solo sea sus vestidos, me salvaré.

La fe debiera conducirme a la humildad y a la confianza ante la enfermedad y ante la vejez. La fe debiera conducirme a vivir la muerte como el acto supremo de abandono en los brazos de Abbá. Jesús nos dice que vino para darnos vida en abundancia. Esto debe hacerse especialmente evidente en los momentos de la enfermedad y de la muerte; porque los afrontamos libres de culpa, de miedos y de ansiedades ante el futuro. La convicción de saberme amado, no por lo bueno que soy sino porque Dios es bueno y me ama de manera incondicional y gratuita, me llevará a vivir la enfermedad y la muerte con una interioridad rebosante de serenidad y armonía.


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