El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan.
El Evangelista sitúa el relato del martirio del Bautista justo después del envÃo de los discÃpulos en su primera misión. Es, evidentemente, una advertencia: la vida del enviado que se mantiene fiel al mensaje, será siempre una vida en peligro. Asà lo dirá Jesús en otra ocasión: el enviado no es mayor que el que le envÃa (Jn 13, 16).
El Evangelio de hoy nos pone ante los ojos a Herodes como modelo de lo que los discÃpulos no debemos ser. Marcos no quiere que pensemos que Herodes era un monstruo. Nos dice, por ejemplo, que Herodes protegÃa al Bautista y que le escuchaba con gusto. Herodes es, sencillamente, un ser humano que, como todo ser humano, es capaz de lo más sublime y de lo más atroz; una persona sin columna vertebral propia, un tÃtere manejado por su entorno. No es la única ocasión en que Herodes toma una decisión infame movido por el deseo de complacer a los que le rodean. Más adelante Herodes usará a Jesús para congraciarse con Pilato (Lc 23, 11-12). La vida de Herodes está regida por un único afán: el de mantenerse en el poder.
La vida del creyente puede estar regida, en ocasiones, por el afán de agradar y quedar bien ante los demás. Resultará absolutamente necesario un exquisito discernimiento para conjugar la fidelidad al Señor con la fidelidad a los prójimos. Este discernimiento lo encontraremos, como siempre, en la fuente de la interioridad iluminada por la palabra de Dios.