Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron.
Fue una travesía dramática. Los discípulos nunca la olvidarán: el fuerte oleaje, la oscuridad de la noche, el pánico que se apoderó de ellos, los gritos de espanto ante el fantasma que se les acercaba… Y luego, la tranquilidad total, exterior e interior, como resultado de las palabras de aquel fantasma: ¡Ánimo! Soy yo, no temáis. Naturalmente, los discípulos pisan tierra firme estupefactos. Y van a contemplar la actividad de Jesús con silencio reverente.
Recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que estaba Él… Y cuantos tocaron la orla de su manto quedaban salvados.
Recorrieron. Jesús dice de sí mismo: Yo soy el Camino. Pero es que, además, parece que el hogar de Jesús es el camino. El Papa Francisco dice que Jesús se encuentra siempre en itinerancia no solo física, sino también mental y cordial, porque está siempre abierto a la realidad y a los gozos y sufrimientos de la gente.
Dondequiera que entraba, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto.
Es en la enfermedad donde apreciamos claramente la fragilidad humana. A Jesús le vemos con frecuencia rodeado de enfermos; como que siente especial predilección por acercarse a las personas en el momento de la enfermedad. Le gusta, incluso, tocarlas.
Contemplando al Jesús de los enfermos, podemos preguntarnos si también nosotros nos acercamos a ellos como Él. Si, como Jesús, entendemos que la persona que sufre es una persona que piensa, ajena a superficialidades Y si, aunque no disponemos de la fuerza sanadora de Jesús, creemos que con la orla de nuestro pobre manto podemos transmitir consuelo, paz y esperanza.