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13/02/2020 Jueves 5 (Mc 7, 24-30)


Habiendo oído hablar de Él, una mujer cuya hija estaba poseída de un espíritu inmundo, vino y se postró a sus pies.

De alguna forma había llegado a sus oídos la fama de Jesús. Otro asunto es cómo la luz de la fe prendió en ella con tanta fuerza. Cosas del Espíritu que sopla donde quiere. Ahondemos en los efectos de la fe en aquella mujer.

Los allí presentes la calificarían de insolente y descarada. A ella no le importa. La fe en Jesús y el amor a su hija la llevan a superar sin dificultad todo respeto humano, todo convencionalismo y todo tabú. Supera, incluso, el aparente desplante de Jesús: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. En lugar de darse por vencida, ella contraataca: Sí, Señor; que también los perritos comen bajo la mesa migajas de los niños. Y Jesús queda desarmado.

¡La fe! Aquella mujer sí, muchas otras nos; nosotros sí, muchos otros no. ¡La fe! Esa luz que el Espíritu ha encendido en los creyentes e ilumina toda nuestra vida. ¡La fe! Ese don que hace que de lo hondo del corazón broten con pasión estas palabras: ¡Es el Señor! (Jn 21, 7). ¡La fe! Ese regalo que acaba por hacernos salir de nosotros mismos para abandonarnos en brazos de Abbá.

Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu hija.

La mujer se fue y continuó con su vida. Nos sabe a poco. Nos gustaría saber más sobre ella: familia, religión… Nos gustaría verla en el grupo de seguidores de Jesús. ¡Nada! Jesús no es proselitista ni amigo de censos o estadísticas. Es amigo de socorrer al que sufre y dejar que las personas hagan su vida.


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