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21/05/2024 Martes 7º (Mc 9, 30-37)

Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge.

¿Después de qué? Después de que, tras escuchar por segunda vez que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de hombres, los discípulos se hayan enzarzado en una trifulca sobre quién de ellos es el más grande. Después de todo esto, ya en la tranquilidad de la casa de Pedro donde se alojan, Jesús les pregunta: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos, avergonzados, se quedaron callados. Resulta patética la torpeza de los discípulos para comprender a Jesús y su cruz. Por otra parte, resulta conmovedora la calma y la paciencia de Jesús ante tanta torpeza.

El afán de poder y de gloria, dice el Papa Francisco, constituye el modo más común de comportarse de quienes no terminan de sanar la memoria de su historia… Y así negamos nuestra historia.

Quien quiera ser primero, que sea el último de todos y servidor de todos.

Jesús se ha sentado; quiere decir que lo que va a decir es de la mayor importancia. Ha llamado a los Doce; están anímicamente muy alejados de Él. Les dice algo de la mayor importancia; algo que nunca deben olvidar. Les dice que lo esencial del seguidor de Jesús es la dedicación y el servicio a los demás. Para realzar sus palabras, Jesús llama a un niño, lo abraza, y les dice: el que acoge a un niño como este en mi nombre, a mí me acoge.

No es posible acoger al verdadero Dios, sin acoger al verdadero Jesús. Como no es posible acoger al verdadero Jesús, sin acoger a los más frágiles e indefensos.

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