En el centro de los tres capítulos (5-7) del Sermón de la montaña, Jesús nos habla de cosas fundamentales que a todos nos interpelan muy mucho. La primera es: No acumuléis tesoros en la tierra, donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones perforan paredes y roban.
Podemos preguntarnos: ¿Cuáles son mis tesoros? ¿Cuáles cosas que me transmiten seguridad? ¿Quizá he conseguido una enmascarada armonía entre el servicio a Dios y el servicio al dinero? Para una persona medianamente sensata, es relativamente sencillo reconocer el dinero y los bienes materiales como tesoros falsos; los largos años de la vida ayudan a relativizar el valor de las riquezas.
Pero existen otros tesoros de tipo espiritual, llamados méritos, que son difíciles de identificar como tesoros falsos. También a estos tesoros, especialmente a estos tesoros, podemos aplicar las palabras de Jesús: No andéis preocupados por vuestra vida (Mt 6, 25). Y también: Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo de su madre (Salmo 131). A mayor desprendimiento de todo lo mío propio, mayor paz y mayor libertad.
Jesús nos dice también: La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso.
Es necesario entrenar los ojos del corazón para que aprendan a mirar. Que aprendan a mirarlo todo, tanto la historia personal como la historia universal de cada momento, desde arriba; con los ojos de la fe. Es la manera de poner luz en la oscuridad y de penetrar en lo más profundo de toda realidad. Para eso es absolutamente necesario tener permanentemente encendida la luz de la Palabra de Dios: Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mi senda (Salmo 119, 105).
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