María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando.
Según el sentido común humano, Jesús resucitado debería haberse aparecido en primer lugar a su madre. Pero según el sentido común divino no fue así. Nos enteramos de que sus planes no son nuestros planes ni sus caminos los nuestros (Is 55, 8). Nos enteramos de que su madre fue dichosa por haber creído: Dichosos los que crean sin haber visto (Jn 20, 29). Y alabamos agradecidos al Señor por haber elegido a una mujer de oscuro pasado como primera testigo de su resurrección.
María Magdalena quiere tanto a Jesús que no soporta su ausencia y se deshace en lágrimas. Pero, como todo amor humano, también el suyo debe ser purificado. Es lo que Jesús hace ahora con ella.
Jesús le dice: ¡María! Ella se vuelve y le dice en hebreo. Rabbuni, que significa maestro.
Ella se vuelve. Está demasiado replegada en sí misma. Necesita salir de su bucle emocional. Debe volverse, poner los ojos en Él y escucharle; y cumplir sus palabras, aunque supongan la renuncia a la presencia sensible de su Jesús: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.
Así fue purificado también el amor de santa Teresita al final de su vida. Ella lo describe así: Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es el amor. Es cierto que también antes lo comprendía, pero de manera imperfecta. Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios. Ahora comprendo que el amor perfecto consiste en sobrellevar los defectos de los demás, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar.
Contemplando la escena nos preguntamos: ¿Somos capaces de volvernos, de dejar de vivir ensimismados en nuestras cosas, de mirar alrededor y orientar la vida hacia los demás?
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