Entró en el Templo y comenzó a echar fuera a los que vendían.
Ayer contemplábamos al Señor llorando de pena ante su querida ciudad de Jerusalén. Hoy le contemplamos furioso expulsando a los mercaderes del templo. Como dice santa Teresa es gran cosa mientras vivimos y somos humanos, traerle humano.
El pueblo judío estaba, con razón, muy orgulloso de su religión y de su templo. Pero Jesús parece dispuesto a acabar con aquella religiosidad en la que el culto se había distanciado de la vida. Jesús, que siente la imperiosa necesidad de hacer ver cómo el Templo ha quedado obsoleto, nos hace evocar las palabras del profeta Jeremías: Venís y os paráis ante mí en este templo donde se invoca mi Nombre y decís: Estamos seguros. Para seguir haciendo todas esas abominaciones. ¿Una cueva de bandidos se os antoja que lleva mi Nombre? (Jr 7, 10-11).
Con la llegada de Jesús concluye el tiempo del templo. Jesús derriba el muro que la religiosidad judía había construido en torno a Dios. Dios lo llena todo, y está en todos: Del amor del Señor está llena la tierra (Salmo 33, 5).
Ahora los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren (Jn 4, 23). Ya no hay distinción entre lo sagrado y lo profano, porque todo es sagrado. Todos, yo y mis prójimos, hemos sido creados a imagen de Dios. El templo de Dios es sagrado y vosotros sois ese templo (1 Cor 3, 17).
No encerremos a Dios en ningún rincón: Recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese traer oración. Entre los pucheros anda el Señor.
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