Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
Es invierno. El entorno de Jesús es gélido. Los judíos que le rodean le preguntan: ¿Hasta cuándo nos tendrás en vilo? Si eres el Mesías, dilo claramente. El día que responda claramente, ellos se rasgarán las vestiduras y dirán: Ha blasfemado (Mt 26, 65). En verdad, como dice Pablo, el hombre naturalmente no acepta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él (1 Cor 2, 14).
El seguimiento de Jesús comienza escuchando su voz. La escucha atenta conduce al discernimiento y aceptación de su palabra, de su voluntad; poco a poco nos va haciendo semejantes a Él. Su palabra cambia profundamente la dinámica de la vivencia religiosa. Si antes, en el centro de esa vivencia estaba el templo, ahora ese centro está ocupado por los prójimos. Es su voluntad, su mandamiento: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros (Jn 13, 35).
Las obras que hago dan testimonio de mí.
También los judíos podían alardear de obras; eran escrupulosos cumplidores de la ley. Legalmente hablando, irreprochables. Pero están invadidos de pecaminosidad por su autosuficiencia y su incapacidad para la escucha y el cambio. ¡Lo tienen todo tan claro! Es el misterio del mal que acecha a los humanamente santos. Les falta corazón. Ante una religiosidad tan gélida Dios decide cambiarlo todo: Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 26).
Mis ovejas escuchan mi voz. El mejor criterio para discernir lo correcto de una vida en sintonía con Jesús, es la capacidad de escucha atenta y humilde.
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