Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.
Mientras cenaban. No hay preámbulos, ni la mínima explicación de lo que hace. Imposible para los discípulos entender el misterio en el que participan. Esto nos hace ver que lo realmente importante es lo que Él hace por nosotros; que si no lo entendemos, tampoco importa.
La manera más asequible para captar algo del misterio eucarístico, manifestación del misterio del Dios-Amor, la encontramos en el cuarto Evangelio. Juan no se detiene en el qué o en el cómo de la Eucaristía, sino en el para qué; y nos ofrece el lavatorio de los pies. Esto sí entendemos. La Eucaristía es servicio, entrega, fraternidad: Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado.
En la celebración eucarística todos tenemos una función sacerdotal. San Pablo nos exhorta a vivir conscientes de nuestra participación en el sacerdocio de Jesús: Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; tal será vuestro culto espiritual (Rm 12, 1). San Pedro nos dice: Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1 P 2, 9).
La Eucaristía es la síntesis de toda la existencia de Jesús, que fue un solo acto de amor al Padre y a los hermanos. Allí también, como en el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús tomó el pan en sus manos, elevó al Padre la oración de bendición, partió el pan y se lo dio a sus discípulos (Papa Francisco).
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