Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse.
Encontramos tempestades en los cuatro Evangelios, como encontramos tempestades en la vida de todo hombre y de toda mujer. La tempestad es elemento indispensable de la travesía del lago de la vida. Todos tenemos que pasar a la otra orilla. Todos tenemos que sufrir los embates de vientos y oleajes. Todos, en algún momento, llegamos a pensar que nos vamos a pique. Y que a Jesús, dormido, le importamos muy poco.
Es muy saludable la contemplación del mismo Jesús sufriendo, poco antes de morir, los embates de la tempestad: Le corría el sudor como gotas de sangre cayendo al suelo (Lc 22, 44). San Pablo, también al final de su vida, se vio inmerso en la tempestad: En mi primera defensa nadie me asistió, todos me abandonaron (2 Tim 4, 16). Un autor actual describe así la amarga tempestad que le tocó padecer: La angustia me paralizaba totalmente. No podía dormir. Lloraba durante horas de forma incontrolada… Todo se había convertido en negra oscuridad (H. Nouwen).
¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?
No es que no tengan fe; creen, creemos, pero poco. La angustia nos obliga a despertarle. Lo ideal sería hacer lo que está en nuestra mano luchando con los elementos en la seguridad de que estamos siendo puestos a prueba; sabiendo también que la tempestad nos libera de las falsas seguridades que acumulamos con el paso de los años. La tempestad, la noche oscura, nos despoja de muchas adherencias ajenas a la fe. Nos hace más conscientes de la propia fragilidad y vulnerabilidad. Hace que pongamos los ojos solamente en Él, el único que puede sacarnos de la calamitosa situación en que nos encontramos.
A Jesús no le alarma la tempestad, sino el miedo de los suyos. Asocia el miedo con la falta de fe. Lo opuesto a la fe no es la herejía o la increencia, sino el miedo: el no tener a Jesús, esté despierto o dormido, como la roca segura sobre la que asentamos la existencia.
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