Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz un hijo.
El de Zacarías e Isabel es un matrimonio modélico. Pero los dos llevan clavada en el corazón la espina de no haber tenido descendencia. Ahora, ya mayorcitos, viven resignados a su suerte. Parece que ignoran que para Dios nada hay imposible. Cuando Isabel queda embarazada, su confusión es tan grande que se quedó escondida cinco meses y pensaba: Así me ha tratado el Señor cuando dispuso remover mi humillación pública.
Preguntaron por señas al padre qué nombre quería darle. Pidió una tablilla y escribió: Su nombre es Juan. Todos se asombraron.
Juan significa fiel-a-Dios. Es lo que él, el mayor de los nacidos de mujer hasta ese momento, fue desde su nacimiento hasta su muerte. Así lo había profetizado su padre Zacarías: A ti niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos. Esa fue la misión de Juan. Todos estamos llamados a ser Juanes, fieles a Dios, cada uno en la misión encomendada.
Pero sucede que quienes se habían alegrado con el nacimiento de Juan, vecinos y parientes, se convierten en un obstáculo para la misión del niño. Pretenden mantenerlo encartonado en la tradición y en las costumbres de siempre: Ninguno de tus parientes se llama así. La intervención de Dios en la vida de una persona echa por tierra cosas consideradas santas hasta ese momento; y los más devotos de las tradiciones se escandalizan.
El Papa Francisco, ante la figura del Bautista, comenta: Cuando contemplamos la vida de este hombre tan grande, tan poderoso –todos creían que era el Mesías-, cuando contemplamos cómo esta vida se rebaja hasta la oscuridad de una cárcel, contemplamos un misterio enorme.
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